Por Doctora Lilly Ayerdi – Universidad Mariano Gálvez – Consorcio de Universidades de Guatemala
Mis padres me tuvieron cuando ya eran mayores: mi padre, de 52 años, y mi madre de 40. La edad de mis padres influyó en la forma en que me educaron y en la forma en que me hicieron sentir amada. Nuestra vida era muy sencilla, nunca tuvimos lujos y siempre vivimos de manera austera y agradecida con Dios. De una manera práctica, Dios siempre vivió en nuestro hogar.
En mi casa nunca me dijeron mi nombre: Lilly. Cuando mis padres y mi hermano me hablaban, me decían Lillita, princesa, nena o muñequita. Tenía muchas muñecas con qué jugar y crayones para pintar. Nunca me pegaron y nunca me ofendieron con palabras ásperas. Cuando le corté el pelo a mis muñecas, mi mamá se lo emparejó. Cuando perdí todos sus vestiditos, mi mamá les hizo calzones con un retazo de tela, aunque esa noche no durmió.
Mi mamá participó en todos los actos escolares que recuerdo. Sabía tocar el acordeón y en los actos escolares llegaba a tocar alguna pieza conocida. Yo moría de vergüenza porque llegaba con el enorme acordeón y era centro de atención. No pensaba en lo que le costaba cargar el acordeón grande y pesado bajo el sol, y movilizarse en camioneta.
Mi madre siempre tuvo tiempo para mí. No sé cómo lo hacía. Trabajaba mucho y siempre estaba cansada, pero contenta. Todos los días me rascaba la espalda, porque eso me hacía feliz. Y no se quejaba por todo el oficio que tenía que hacer; lo hacía cantando. Desde los nueve años me permitieron hacer oficio. Recuerdo que me compraron guantes de hule para que el detergente no me hiciera daño porque soy alérgica. Me permitieron sentirme útil.
En la casa había una valija vieja, en la que mi madre guardó cositas para niños siendo soltera. Nos contaba que sentía ilusión porque naciéramos, aún antes de conocer a nuestro padre. De vez en cuando abría la valija y nos daba regalitos, que para mi hermano y para mí eran pedacitos de cielo: lápices, borradores, reglas, calcomanías, calcetas, calcetines, muñecas sencillas, carritos… Lo que mi madre había podido comprar en su juventud para cuando tuviera hijos. Recuerdo un par de zapatos de charol que miraba con deseo mientras esperaba crecer para que me quedaran.
Mi padre era muy callado. Nunca me gritó, ni para pedirme que llegara. Nunca me golpeó, ni me ofendió de manera alguna. En mi casa nunca escuché una mala palabra. Por la puerta nunca entró una cerveza y nunca mis padres se embriagaron.
Mis padres nos dijeron a mi hermano y a mí que nos trataban lo mejor que podían, como si fuéramos príncipes que estábamos bajo su cuidado. Nos trataban con ternura y nos escuchaban. Todos los días nos bendecían los dos. En su austeridad, nos llevaron a clases de ballet, karate, inglés y alemán. Mi papá nos motivó a leer desde pequeños la Biblia para niños, varios libros infantiles y después, libros de Julio Verne, Sir Arthur Conan Doyle y Emilio Salgari.
Mi hermano y yo siempre fuimos importantes para mis padres. Nunca nos dejaron solos para ir ellos a refaccionar o al cine o a una fiesta. Siempre que no estaban trabajando, estaban en la casa, con nosotros. Cuando queríamos concursar en algo, nos llevaban. Encontraban tiempo para revisar nuestras tareas y pedirnos amablemente que las repitiéramos si no estaban hechas a su satisfacción. Nunca nos hicieron los deberes ni nos dejaron faltar a clases; confiaban en nosotros. Cuando algunas veces concursamos en poesía, mi madre nos escuchaba una y otra vez, sin cansarse, y nos daba consejos para hacerlo mejor.
Mi padre me enseñó a meditar desde muy pequeña, a cerrar los ojos y tratar de escuchar la voz de Dios en mi interior. A mis 51 años, lo sigo haciendo diariamente. Siendo callado y serio, mi padre fue mi mejor amigo, mi confesor, mi héroe, mi maestro y mi guía espiritual.
Yo creo que mis padres lograron que me sintiera amada a través de sus actos diarios: decirme palabras amables, tratarme con ternura, involucrarse en mis estudios, nunca pegarme, nunca ofenderme, velar por mis necesidades básicas y hablar conmigo todos los días. Siempre supe que podía contar con ellos para tomar alguna decisión o resolver un problema.
Cuando a los 16 años, en plena etapa de rebeldía, un sábado les dije que no iría al supermercado con ellos porque me avergonzaban por su edad, me preguntaron con dulzura qué necesitaba que me trajeran del supermercado. Su humildad me impresionó; mi conciencia se avergonzó de mis palabras hirientes y en poco tiempo cambié por su amor. Mis padres no se ofendieron con mis malcriadezas, ni me castigaron jamás. Conocí su amor puro e incondicional, hasta su último respiro. Muchos años han pasado desde su partida, pero con el recuerdo de su trato diario, hasta la fecha me siento amada.